El Big Ben y su despiadada capacidad para hacernos sentir importantes: Una carta de amor.
Me mudé a Londres cuando tenía 23 años en un intento suicida de salvar el mundo. Puede que la percepción del mundo de aquel entonces fuese demasiado dramática; al fin y al cabo, no había vivido más que 23 años. ¿Qué eran 23 años en la escala global del universo?
Londres no era mi destino idealizado. Dónde quedaban las palmeras, el calor, las playas paradisíacas y las tablas de surf que tanto soñé. Fue una sensación y la llamada del deber lo que hizo que aquel día aceptase Londres como animal de compañía. Dentro de mí, algo decía que era la única oportunidad de salvarme a mí misma. Puede que fuera cierto.
Llevo y llevaré siempre grabado el sonido que hacía la lluvia al caer sobre la ventana de mi pequeña habitación buhardillada. Aquel sonido era mi casa, mi refugio. Me acompañó durante cuatro estrepitosos años. La lluvia y el jadeante sonido de las ambulancias al pasar por la calle. No suena especialmente atractivo, pero creo que nunca he sido tan libre como entre aquellas cuatro paredes, entre los edificios victorianos y pubs con cerveza tibia de aquella deslumbrante ciudad. ¿Es posible estar enamorado de un lugar?
La ciudad de Picadilly Circus y Covent Garden logró hacerme pasar por todas las fases del enamoramiento. La amé y la odié a partes iguales; me desarmó hasta el punto de sentirme desnuda por sus calles, me llevó al orgasmo despiadadamente hasta hacerme olvidar cualquier hito de cordura. Y, ahora bien, me barnizó y pulió sin piedad hasta conseguir sacarme el brillo de las extremidades y, cuando llegó el momento, me abandonó sin ningún tipo de miramiento, sin volver la cabeza para mirar atrás, sin despedirse.
Tengo colgado en el salón un póster que dice "Where it all began” con un mapa en blanco y negro y unas coordenadas de un punto de Hyde Park. Me lo regalaron mis amigas por mi cumpleaños. Las mismas amigas que tú me regalaste. Recuerdo muy bien aquel 27 de marzo. Era sábado y hacía sol. Decían que nunca hacía sol. Desayunamos café frente al río y paseamos por la ciudad hasta que las piernas no dieron más de sí. Tomamos vino y quesos en un callejón, vimos una pelea, un beso se interpuso entre nosotras y escuchamos una canción en la distancia. Cenamos una pizza entre una multitud y bebimos pintas en un bar de suelos mojados. Hicimos todo aquello que fuimos. Todo aquello que nos hacías ser.
Paseaba junto al Big Ben años después con los mismos sentimientos en la mano. Para esto hemos quedado, tú y yo de la mano por el Támesis de nuevo. Pero, ¿quién eres tú realmente sin mí y quién soy verdaderamente yo lejos de ti? No somos nada. Vivía enamorada de la idea que tuve de una vida que no existe, que nunca existió. Tú y tu gloriosa y despampanante forma de hacerme sentir importante entre los millones de personas que te habitan. Ese siempre ha sido tu juego de seducción, tu arma letal. Igual aquella era tu misión, un único intento suicida de salvarme. Igual llegué a ser alguien entre las calles pobladas de tus tripas y me reemplazaste con la misma facilidad con la que te pones unas gafas de sol. Igual eso era lo único que siempre me ha hecho volver.
Volví a sentarme en las sillas de aquel bar rojo. Sonaba “Don’t stop believin’” de Journey. Pelo rubio y mirada perdida en la multitud, su voz atravesaba los cristales de aquel local. I’m just a small town girl y tú, tú eres ese sentimiento al que me aferro, pensé, tan grande y real como imaginario. I’m just a girl and you are just one lover. El único problema sería que tú tendrías a miles como yo y yo solo te tendría a ti. Quizá la vida sea siempre así. No existe un yo después de ti, solo existo yo y yo siempre seré contigo.