Manual para odiar a la gente. Spoiler: No se puede
Me gustaría odiar a la gente; me encantaría sentir aberración, resentimiento y asco. Culpar a los demás de absolutamente todo lo que sucede en el mundo, culpar a la panadera por mi día de mierda, a esa persona que te mira mal en la cola del supermercado o que simplemente se choca contigo sin motivo en una acera vacía. Esa persona que, a pesar de haber cientos de sitios vacíos, escoge sentarse a tu lado. Quizá esa persona también siente la soledad pasearse por sus recuerdos; le aprieta el pecho o simplemente tiene miedo a los médicos. Me encantaría odiar a los niños que corren descontrolados por el parque, molestan y gritan a tu lado, a la señora que fuma y te lanza el humo del cigarrillo sin ningún miramiento. A todos aquellos que son algo que tú no eres.
Me gustaría odiar a todo el mundo para no tener que odiarme a mí misma. Pero sería mentira. Me encantan las expresiones, las miradas de incertidumbre, los sueños y las ideas. Me encanta que me cuenten historias, oír de lejos alegrías y a veces desgracias. Me gusta observar cómo alguien llora de risa en el metro y sentirme contagiada, sentirme un zombie infectado de felicidad ajena. Aprovechar cada palabra para descubrir que la vida puede llegar a ser maravillosa, aunque sea solo un instante. Los ojos azules de un desconocido en una librería. Imaginarme que tenemos una cita en un bar lleno de candelabros y bebemos espressos martinis sofisticados. Imaginarme que sus ojos recorren mi habitación y desnudan sensualmente mis sentimientos. Que la camarera del bar de la esquina me desee un buen día y creerme que de verdad lo piense. Que una niña me enseñe su pequeño caballo de madera. Que alguien me pite con el coche, mientras hago caso omiso y le saludo con la mano. La cara de estupor de la gente, de alegría, de tristeza, de asco... Valoro todas y cada una de las señales de afecto que me han regalado y todas las veces que he sabido retroceder y perdonar. Valoro todas las veces que he llorado desconsoladamente. Llorar es algo maravillosamente reconfortante.
Comprobar que todos somos un poquito iguales y que todos hemos soñado alguna vez con algo. Me encanta estar sola, frente al mar, sin ruido, pero nada sería lo mismo si la gente no existiese, si el camarero de todos los años, el cual desconozco su nombre, no estuviese en el chiringuito y me repitiera cada día el calor que está haciendo. Sin que sus ojos me regalaran una sonrisa calurosa y amiga. Me encantaría sentir odio hacia aquellas personas que me han hecho daño alguna vez. Aquellas personas que me han roto el corazón, me han mentido o me han decepcionado. Pero no puedo; yo sola lo he hecho. Yo soy la única que tiene el control absoluto de todo lo que me rodea. Tengo el control de manejar cómo me afectan las cosas, cómo invierto mi tiempo. ¿En qué lo invierto? Puedo decidir ignorar a mi vecino que no para de quejarse por el ruido, puedo mandarlo a freír espárragos o puedo disculparme y hacerle un pastel. Todo depende de nosotros y, por desgracia o por fortuna, la gente no puede prohibirme el no poder odiarles.
Propósito número cincuenta de los incontables: Preguntar el nombre de las personas que alguna vez consiguieron hacernos sonreír.