Aquella vez frente al naranjo

Parte I

El padre de Fernanda plantó un naranjo en el patio de la iglesia de su pueblo. Lo plantó el año en el que ella nació, pero las raíces habían crecido tanto que levantaban indiferentes los adoquines de la fachada posterior del edificio, levantando sutilmente el marco de la puerta. El cura, Manuel, sordo de nacimiento, pasaba por alto los constantes reproches de los vecinos de arreglar la pintura y la puerta de la iglesia. Fernanda se preguntaba si de verdad no los escuchaba o simplemente decidía ignorarlos. “Las raíces no le hacen nada a la estructura, ya habrá tiempo de cambiar la puerta”

El naranjo ocupaba una pequeña esquina soleada del jardín; lo acompañaba un pequeño banco verde y un suelo repleto de cáscaras, gajos y pequeños insectos hambrientos en busca de un festín afrutado. Ella, que casi nunca recordaba nada, recordaba las moscas merodear por aquel lugar. Siempre había tenido un pequeño lunar en la barbilla. Era marrón brillante, de forma ovalada, similar a los capullos que le salían a la flor de azahar, y el pelo negro como el azabache. Destacaba por sus ejemplares notas en la escuela, pero ella no sabía mucho sobre naranjas; solo sabía que, de alguna manera inexplicable, el amor tenía forma redonda y sabía a zumo.

Pensaba en aquella vez en el cobertizo de madera aguardillado de la caseta de Darío. Había paja por el suelo y una pequeña funda nórdica apoyada sobre una base de madera. Olía a ceniza y a humedad, esa humedad limpia que transmite el musgo en espacios abiertos. Madera mojada. Una astilla se le quedó clavada en el dedo. Aquello les llevó casi toda la tarde; la astilla se aferraba a su carne sin querer salir y ellos no podían moverse a un lugar mejor iluminado. “No te preocupes, acabará cerrando la herida de una forma u otra.”

Su padre había regado el naranjo cada domingo de su vida. Con una regadera oxidada o con un barreño rojo, recogía el agua del caño y recorría la calle hasta llegar al árbol. Allí permanecía con un cigarro o un puro en la mano, consumiendo la mañana. A veces, Manuel lo acompañaba. Hablaban poco, pero su padre apreciaba su compañía en silencio. Manuel era el único amigo que había tenido su padre alguna vez, quizá porque no necesitaban hablar para comunicarse. A veces ella le llevaba flores a la residencia en la que pasaba sus últimos días. Flores blancas que se marchitaban en un jarrón dorado. Estaba segura de que nadie cambiaba el agua y morían sin que nadie les hablase. Manuel había perdido la poca vista que tuvo y tampoco sería capaz de apreciarlas. Quizá cuando se despedía y le acariciaba la palma de la mano, conseguía reconocerla. Quizá no quedase nadie en el mundo que supiese quién era ella.

Darío también fumaba, lo vio apoyado aquella vez sobre el banco. Llevaba unos pantalones vaqueros sucios y desgastados y fumaba un cigarrillo ya consumido a la mitad. Contemplaba el naranjo sin contemplar nada realmente. Sobre el metal, a sus pies, descansaba una llave inglesa cubierta de óxido. Ella lo observaba a través de la ventana de rejilla de la puerta de la iglesia, miraba atenta las arrugas que se formaban en la camiseta blanca, las uñas negras machacadas y mordidas y el bigote recortado reposando bajo la nariz. Las naranjas pisoteadas habían dejado la puntera de sus botas llena de agua anaranjada. Poco después saldría para sentarse en el mismo sitio donde había estado momentáneamente él y cogería una de las naranjas del suelo haciéndola girar en sus manos. Se imaginó siendo una naranja bajo sus pies y no sentir nada o simplemente llegar a sentir todo aquello que no es más que nada.

 

Su padre se levantaba mucho antes de que ella tuviese que entrar a la escuela. Trabaja en el campo, cuidaba del ganado del carnicero de la plaza. Siempre dejaba zumo de naranja preparado en la cocina y un vaso de leche con galletas para ella, para que de alguna forma no desayunase sola. El colegio quedaba a dos calles; se peinaba sola, se vestía y esperaba a la vecina que la recogía con su hija. Llegaba a entender que su padre quería asegurarse de que llegase al colegio sin problemas, sin llegar a comprenderlo del todo.

 

Volvió a ver a Darío hablando con un maestro el último día de clase. Parecía mayor ahora que lo veía junto al resto de compañeros de clase. Contaba los años de diferencia que podrían tener entre los dos. Tal vez diez, tal vez quince. En su cabeza parecían menos de lo que en realidad eran. Fernanda dibujaba palitos en el cuaderno y pensaba en la siguiente vez que se encontraría con él. No fue hasta años después. El olor que desprendía el naranjo la reconfortaba levemente. Aún sentía las lágrimas desbordar sus mejillas, el sabor amargo que se depositaba en la comisura de sus labios. “La belleza de este árbol no merece esas lágrimas.” Su voz era ronca y amarillenta; parecía pintada sobre aquel lugar.

“¿Estás arreglando la calefacción de Manuel?” Ella le miró deslizando sus ojos por sus brazos abrasados por el sol, sus facciones desgastadas y aquel bigote despeinado que caracterizaba su expresión.

“Te he visto más veces, pero eso tú ya lo sabes. Te vi aquel día tras las rejillas de la puerta, justo ahí.” Aquella puerta había cambiado de color y ya no tenía rejilla.

“Me ha contado lo de tu padre.” Darío se sentó a su lado apoyando las botas contra el suelo, sujetándose los vaqueros con las palmas de las manos. “Me llamo Darío, pero eso también lo sabes.”

Fernanda no dijo nada más, contempló las naranjas sin contemplar verdaderamente nada.

 

 

Parte II

 

Fernanda había carecido de figura materna. Ella se fijaba en los gestos de la panadera al envolver las barras de pan. Observaba los diminutos pendientes colgar de los pómulos de las orejas arrugadas de aquella señora antipática y arisca y el carmín color berenjena levemente corrido. A veces imitaba a la hija de su vecina y se intentaba hacer trenzas que ataba con cordones de zapatos. Sabía la aberración y la irritación que sentían aquella madre y esa hija hacia ella, aquel sentimiento de obligatoriedad que alteraba sus mañanas. Creía haber visto a su padre depositar unas monedas en su mano aquella vez. “Pero todo esto es transitorio, pasará; trabajo para que seas alguien fuera de un mundo que no te merece”. Su padre la había pillado espiando detrás de la puerta.

 

“No deberías quedarte aquí solo por tu padre; no hay nada aquí para ti”. Darío también compartió con ella sus pensamientos. Aquella vez llevaba barba; el singular bigote había desaparecido. Parecía cansado y ella no podía apartar los ojos de sus manos aún manchadas. “Me necesita, no puedo marcharme”. Ella movía los pies despacio, distribuyendo las naranjas por el suelo, pellizcándose los padrastros. “Nadie necesita realmente a nadie, al menos no aquí”. Aquella mañana Darío la besó por primera vez, un beso torpe, asustadizo. Ella, frente a un árbol sin hojas y un banco sin brazos. Él, distante y cerril, misteriosamente ausente y magnético.

Su padre empeoraba cada semana y tuvo que dejar de trabajar. Ella hacía recados y trabajaba por las tardes en la escuela. Nunca había tenido amigas, conocidas quizá, vecinas. Manuel era la única persona a la que a veces visitaba; les ayudaba en secreto, les compraba queso y aceite cuando bajaba al pueblo. Ella se lo agradecía con infusiones de manzanilla o lavanda. Le cortaba el pelo cuando lo necesitaba. No encontraba la manera de agradecer la ayuda de alguien que, como ella, no poseía nada.

Darío aparecía a veces con lomo embutido y rosquillas azucaradas. Aquellos eran manjares para ellos; su padre sufría en silencio, apenas lograba moverse del sofá. “Hierve romero y que se lo tome en ayunas”. Ella había comenzado a necesitar a Darío tanto como ansiaba separarse de su padre. Se veían en contadas ocasiones, bajo el naranjo o en el cobertizo. Cuando nunca pasa nada, cualquier movimiento fuera de lugar es recordado como inverosímil. Él la había acariciado por debajo de la camiseta bajo aquel árbol. “Tu piel tiene el tacto de la piel de las naranjas; siempre hay algo que me hace volver aquí, por mucho que busque fuera”. Él, que no decía mucho, tampoco conocía nada más que aquello que sabía; todo lo que ella necesitaba escuchar.

 

Sentada en la silla de visitas de la residencia, no pudo sentir tristeza al acordarse de su padre. Era algo que él le había prohibido. Sentir tristeza. Era libre, no tenía familia y nada a lo que volver. Pensaba en aquel sentimiento y se obligaba a no llorar. Pensaba en Darío y lograba sumergirse en los recuerdos de haberle pertenecido alguna vez. Del tacto de sus manos enredadas en su pelo castaño. Aquella primera que vio su torso desnudo, poco definido y con vello en el abdomen. Él la había desnudado despacio, con cuidado. Un sujetador blanco desgastado que compró en el mercado. Aquel murmullo del agua del caño rebosando por la piedra. El calor que sintió al tenerle dentro de ella. Un pinchazo que estrujó su vientre. Aquellos ojos que la miraban ansiosos. Todo lo que ella le había dado, que en realidad no eran más que unos vagos recuerdos.

 

Pocos días antes de la muerte de su padre, Fernanda consiguió llevarlo a la iglesia. “Quiero ver el árbol”, había conseguido articular. El cielo estaba nublado y chispeaba, dejando un pequeño rastro de diminutas gotas de agua sobre el terreno. “Lo cuidé por ti, no quiero que me recuerdes, solo cuida de las raíces. No dejes que las naranjas sean amargas o se endulcen demasiado. Todo tiene unos tiempos, no me llores nunca y vive todo lo que puedas”.

 

Fernanda no sabía de muchas cosas. Casi todo lo que sabía lo había aprendido de la tierra, del campo y las costumbres. Se guiaba por la intuición y por los consejos vacíos de su padre. Quizá nunca llegase a ser mucho más de lo que ya era, pero de lo que estaba segura era de que el amor era redondo y naranja; colgaba solitario de las ramas de un frondoso árbol verde, evolucionado con las estaciones. Amargo por momentos, dulce si se recogía a tiempo. Aplastante y líquido, sin estructura aparente más de la que ella le había proporcionado.